La
actividad científica que tuvo lugar en la Nueva España, en el siglo XVI, estuvo
enmarcada en la ciencia europea. España había participado activamente en el
desarrollo científico y técnico del Renacimiento y la conquista de América le
permitió, así como a Portugal, aumentar su protagonismo en el avance científico
de esa centuria. Ramas del conocimiento como la Astronomía -en su aplicación a
la navegación-, la Geografía, la Cartografía, la Medicina, y la Botánica
tuvieron un impulso importante. También se acrecentaron los conocimientos
matemáticos relacionados con el cálculo mercantil y la medición; así como, las
técnicas y la fabricación de instrumentos científicos, la metalurgia y la
construcción naval. Las contribuciones hispanolusitanas y la enseñanza de lo
aprendido de los habitantes locales y lo descubierto de la naturaleza del nuevo
mundo, aunado a los desarrollos, que entonces surgieron en las ciencias del
resto de Europa contribuyeron en la renovación de la imagen de la naturaleza y
del hombre. Al implantarse durante el siglo XVI la ciencia renacentista europea
en América, y le correspondió a la Nueva España un lugar destacado, en un
primer momento, en la asimilación de los saberes científicos y después en el
cultivo de ellos.
La
Revolución Científica, aunque se gestó desde la centuria anterior, llegó a su
plena madurez a lo largo del siglo XVII. Contrariamente a la opinión
tradicional, España entró en contacto con la ciencia moderna en ese mismo
siglo. Si bien, en el proceso de incorporación se produjeron varias etapas que
correspondieron a la evolución general de la sociedad española. En los primeros
treinta años la ciencia española fue una prolongación de la renacentista,
desinteresándose por los nuevos planteamientos. En los años centrales de ese siglo
se introdujeron en el ambiente científico español elementos modernos, que
fueron aceptados como meras rectificaciones de detalle a las doctrinas
tradicionales o simplemente rechazados. En las dos últimas décadas del siglo,
algunos autores hispanos iniciaron el rompimiento con los esquemas clásicos y
la asimilación sistemática de las nuevas corrientes. Este período fue una
verdadera preilustración y los historiadores lo denominan el de los Novatores.
Cuando
se erigieron en México instituciones inspiradas en sus correspondientes
españolas, como el Jardín Botánico de Madrid o el Semanario de Vergara, se
difundieron ciencias como la Química Lavosiana y la Metalurgia de Born; se
establecieron profesiones como las de perito facultativo minero, botánico o químico;
sin embargo, al instituirse formas de organización del conocimiento, del
trabajo y de la producción no se tomaron en cuenta las características
socio-culturales vigentes en el país.
La
evolución de esta literatura científica, entre 1768 y 1810, permitió seguir el
curso del fuerte debate ideológico llevado a cabo por los ilustrados contra la
escolástica y el saber tradicional. Se percibe, igualmente, la gradual
introducción del pensamiento científico moderno (Copérnico, Newton, Buffon,
Lineo, Lavoisier, etc.) y las intensas polémicas que mantuvieron los
científicos criollos (Alzate, Unánue, Bartolache, Espejo, Mejía, Caldas, etc.)
con españoles y europeos (Martí, Cervantes, De Paw, Reyna, Robertson, etc.)
para reivindicar la cultura científica, la historia y la naturaleza americanas
frente a los desprecios, ataques y calumnias de que fueron objeto en repetidas
ocasiones.
La
difusión de las teorías científicas modernas en América tiene antecedentes
notables en el siglo XVII, particularmente en la física, astronomía y
matemáticas; sin embargo, su asimilación se inició tardíamente, hacia la mitad
del siglo XVIII, y solo adquirió fuerza en el último tercio del mismo. A partir
de ese momento, se produjo una notable actualización de los conocimientos, un
interés por su uso práctico e investigaciones en algunas de las aéreas que
exhiben una contemporaneidad con respecto a lo que se hacía en Europa en la
misma época, como lo atestiguan diversos estudios en química, metalurgia y
mineralogía. Los sistemas taxonómicos linéanos y, en general, la botánica
moderna y otra ramas de la historia natural.
La
proclamación de la Independencia de México, que tuvo lugar el 27 de septiembre
de 1821, también motivó a percatarse que la ciencia mexicana obtenía su
libertad, ya que pasó a ser parte constitutiva del estado nacional que se había
creado, y así lo afirman Pablo de la Llave y Juan José Martínez de Lejarza al
publicar su obra botánica en 1824. Llave era un clérigo criollo que se formó
como botánico en España en donde llegó a ser catedrático y director del Jardín
Botánico. Fue también diputado en las Cortes de Cádiz en 1820 y a su regreso a
México fue Ministro de Justicia en 1823 en el gobierno que preparó la primera
organización política republicana y constitucional. Martínez de Lejarza estudió
en el Seminario de Minería, y en el ejército colonial alcanzó el grado de
teniente coronel, del que se separó en 1810, por razones patrióticas. En 1822
escribió y publicó un Análisis Estadístico de la Provincia de Michoacán, el
primer estudio estadístico e histórico de una región del México independiente y
antecedente de los que por encargo gubernamental se empezaron a elaborar sobre
otras regiones.
La
obra botánica en latín de estos naturalistas cuenta con dos volúmenes y lleva
por título "Descripciones de Nuevos Vegetales" y está dedicada a
Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, Ignacio Aldama, Mariano Abasolo, José María
Morelos y Pavón y Mariano Matamoros, entre otros: "...declarando en grande
sumo de la patria beneméritos, muy honoríficamente declarados, las nueve
especies contenidas en este fascículo dedican."